
(Análisis del film “Little Miss Sunshine” – 2006)
El club de los perdedores
Una beca de 30000 dólares parece ser suficiente para una niña. Sobre todo cuando la pantalla de TV empaña sus gafas con la imagen sacralizada de una bella modelo que no pudo ascender al podio de Miss América. Ocupar un segundo escalón en los tópicos de la feminidad no corre riesgos si la promesa es una abultada suma ideal para confraternizarse con los miembros de su disfuncional familia. La solidaria ofrenda no se ostenta, al mismo tiempo que el clamor de un primer puesto sólo apadrina un simulacro simbólico. Lo necesario es suficiente en la pirámide escalada. Y para Olive, la niña que vive un sueño americano muy singular, la imagen del video se detiene justo ahí, donde sus posibilidades parecen angularse en el espejismo de un probable segundo lugar.
Su padre, Richard, parece alimentar un juego distónico en los laberintos preadolescentes de Olive. Padre entronado en un proyecto cuasi-celestial que los pasillos empresariales deberían animar con recordatorios de su metodología, se subsume
asaz en la consagración de sus ideas sobre un mecanismo que cree infalible, eficaz y eficiente y promete dejar huella en el mundo de las corporaciones. El proyecto llamado “Rehúsa Perder” más bien se asemeja a una parcela negadora propia del conductismo, y formación reactiva mediante, lo somete a prueba en un disimulado auditorio. Su discurso comienza “Hay dos tipos de gente en este mundo, los ganadores y perdedores. En el centro mismo de su ser, hay un ganador esperando a que lo despierten y a que lo liberen en el mundo”. Extraviado en sus fantasías exitosas no hace más que exhibir su minúscula arenga catártica, con un pendulante aplomo sobre un paradigma de fango y arenas movedizas.
Dwayne, es hermano de Olive, hijo de Richard. Adolece por donde se lo mire; autotitulado como excluido del escenario familiar, harto sindicado en las escuelas filosóficas asesinas de potestades, lector acérrimo del rock nietzscheano con póster incluido en las paredes de su habitación. No cesa de no inscribirse en el lenguaje oral, por su decisión ascética del voto de silencio, a la espera de una graduación lejana como piloto de avión, aguantando la letra epitelial de sus estrechos convivientes.
Sheryl, madre de Olive y Dwayne, esposa de Richard. Ama de casa casi desesperada, inundada por el material que la bancarrota creciente adjunta en los objetos impares que revisten las alacenas de su cocina. Promotora de la comunicación sanguínea, lograda mater de caricias e intuiciones, evalúa los milímetros afectivos en un sensor intangible al ojo cónyuge.
El abuelo, padre de Richard. Fenómeno sustancial, dotado de la cultura del happening,
insurrecto descollante con secretos de baño, aspirador de polvos mágicos, desafiante acérrimo de la estrechez progenie. Su lazo más íntimo de filiación traspasa una generación para adoptar a Olive como su compinche incondicional de la explosión lúdica. Pasión de morisquetas y aullidos de un código gutural recóndito. La empatía del expresionismo infanto-geronte en la trastienda del disorder familiar de los Hoover no sólo se circunscribe al ámbito de las máscaras, sino que guarda una conexión maestro-alumna, entrenador-deportista, motivada por el sueño de Olive.
La irrupción del más allá
En una silla de ruedas puede descansar un inválido, un recién operado, una mujer en su gravedad grávida, un deportista discapacitado o un hombre que no pudo.
Frank es hermano de Sheryl. Su vida entera habrá transitado por su mente instantes previos a no poder. Lo evidencia su estado disminuído, su intelecto literario postrado en un intervalo al oteo de una ventana de hospital, y sus muñequeras de gasa velando el material de sus abominaciones afectivas. El no-suicidio del profesor en Letras, el mejor experto en Proust de los Estados Unidos, ahora recobra el ironizado drama a la vera del tiempo perdido.
Sheryl incorpora en otro camino de Swann a su hermano Frank y lo hace miembro de su hogar de máximos cuidados.
La llegada del emisario de la muerte es una copla más de las estrofas informes de los Hoover, dado que la adaptación de Frank a la trama generacional ingresa en la sintonía de sus desventuras. Aunque le otorga una rúbrica específica, el coqueteo con lo mortífero detiene la guía insípida de la usanza discursiva, y les advierte que no hay parquedad en el juego con la parca.
Es hora de cenar. Segmento temporal que enfrenta las facetas en simultaneidad. El decoro ante el invitado de lujo se muestra laxo ante los comentarios curiosos de Olive, quien interroga justo ahí, en las muñecas laceradas, y en su causa. Frank exhibe las bondades de su decisión a una niña que resuelve como “una tontería” no tanto el intento de suicidio como las desventuras amorosas de su tío. Este dicho pueril converge con el paradigma del espíritu americano adulto cuando la indignación por las diferencias sexuales supera la infalibilidad de la muerte. Y es justo ahí, en el desengaño amoroso homosexual, el lugar donde la ironía se resuelve a sí misma mediante efectos de comedia. Pero también encona la certidumbre de una finitud.
Por el camino de Olive
Olive porta un sueño en las pasarelas provinciales, el ser en la identidad ante la mirada de los otros, jueces de la poca belleza interior que absuelven algún mal paso pero condenan el desgano y los desórdenes de las nóveles concursantes que atentan contra las buenas costumbres del American Way of Beauty. El título que Olive pretende es otro que el acordado en la significación popular, aunque ella no lo sepa aún.
Una buena noticia corta el aire inflamado de lesiones y otros silencios. La voz del otro lado del teléfono anuncia que Olive obtuvo un lugar para participar en el concurso Little Miss Sunshine, de llegada nacional, dado que la postulada número uno fue suspendida por mérito de su madre, al suministrarle pastillas de dieta. Olive reacciona, como es esperado, con grititos infantiles que acompañan un trote de tiovivo alrededor de la mesa. Y en la mirada estática de los otros se sintomatiza la infección psíquica del triunfo, una sintonía de frecuencia modelada en el campo de lo posible.
Richard colmará de expectativas a su hija, pero el cedazo de su vitoreo se confunde de cliente, y no tardará en saturarla de viñetas publicitarias en torno a los nueve pasos de su hervido proyecto, “Rehúsa Perder”. Todos en la familia y a su manera, van a emprender el viaje soñado por Olive. Quien encuentra satisfacción plena es el abuelo, entrenador oficial y exclusivo de su deportista predilecta.
A contrarreloj emprenden un viaje hacia Redondo Beach, el destino de la belleza infanto-juvenil. El vehículo, una camioneta amarilla tan destartalado como sus integrantes, no cesará de demostrar que la tragedia elige sus componentes variopintos cuando dios después de crearlos, los amontona. Un viaje que también podará las sienes, en un encuentro con lo real del ocupante de cada butaca.
Olive accede a un rango personalísimo, mascota ahora mimada que porta una promesa para la estirpe Hoover.
Dwayne recobrará los lapsos de su tiempo mudo al enterarse de un drama que lo destituye de su sueño. El daltonismo hasta ahora ignorado se manifiesta mediante un juego, oh falso sueño de un carente, donde se le muestra que un piloto de avión nada puede hacer si confunde la paleta cromática. Para-lógicamente, su voz estalla en la vertiente angustiante.
Richard, conductor de esta empresa, no cesará de amparar sus nueve pasos ante un padre terco aunque realista. La pulseada lógica lo ceñirá en su propia trampera filial, donde lo perdedor-ganador dará cuenta de una dupla inconsistente frente al tercero que simboliza el error de cálculo.
Viaje interior, un new wave age rutero, camino de cemento yóguico en la repetición de un mantra sagrado, el éxito espera después de los peajes del ego.
No es un abuelo, es El Abuelo
Hay varias paradas en la ruta, descansos lógicos de una máquina hecha para una vuelta por la plaza, que es conminada a un esfuerzo motor. El taller mecánico, doctor de huesos metálicos, dará su diagnóstico negativo a un corazón de latón que poco soporta. El abuelo empatiza justo ahí con los síntomas del vehículo destartalado. La diversidad de sensaciones, la presión de sus fosas nasales contra el polvillo blanco, el vertiginoso éxodo, la edad, todo apunta a exigir a la bomba sanguínea que protesta y le pide misericordia. El abuelo muere. Otro drama en la junta familiar.
El tiempo sin embargo hace caso omiso al deceso y prosigue su transcurso desafectado. Un hospital al paso lo cubre con una sábana blanca frente a la mirada tierna e insatisfecha de Olive. El tiempo sigue. Se viene la burocracia de la carne fría, el traslado, las firmas, la cochería, el desvelo. El sueño de Olive parece detenido en un trágico luto que podría cancelar la ilusión. El tiempo sigue. El papeleo consigna el letargo propio de los movimientos de un cadáver, nuevo objeto mueble en el mercado de las pompas. Todos lloran no demasiado, porque el mayor peso específico apunta a no perder. El “Rehúsa Perder” trastorna sus contenidos. Perder al abuelo no significa perderlo todo. No hay que dejar que el anhelo de Olive se creme. La vida debe continuar. Y el tiempo sigue.
Richard, en un salto de imaginería infantil, decide llevarse el cuerpo con ellos. Porque no es cualquier abuelo, es el abuelo. No pueden extraviarlo ahí mientras Olive decae junto bajo los relojes impertérritos. Todos son una familia, hasta lo fue eso que ahora yace bajo la sábana blanca, por más que el Estado se proclame como propietario de los que ya no respiran. El abuelo, en cierto punto, continua respirando y aspirando, ya no sustancias ilegales, sino una palmada de gloria para su nieta.
Llevar la muerte como atribución de la negación, aunque el duelo sea posterior, no es lo mismo que sepultarla como si nada hubiera ocurrido. Algo pasó, y la familia Hoover posee herramientas alternativas para decidir. Y la comedia salta por la ventana junto al cuerpo del abuelo, porque él entrenó a Olive y tiene que estar ahí, junto a los suyos, para hacer fuerzas desde el más allá. Aunque en esta decisión prima un sesgo ventajista. Que la cuenta del tiempo no llegue a cero para que Olive derribe la posible salvación familiar.
La camioneta continúa su marcha con un bulto blanco detrás.
El baile de los perdedores
Un lujoso Hotel provincial bajo el sol de Redondo Beach, muestra en sus pasillos una tormenta de niñas taconeando con dificultad, mientras los aromas afrutillados de sus pecas se suspenden en el aire como una estela de sudor histérico. Enanas con brillos y pestañas ortopédicas, brushing insoportablemente exagerado, sonrisas petrificadas en el dentífrico infantil. Olive está contenta en su inocente sueño. No percibe el disciplinamiento de los cuerpos aptos para cualquier condenado por pederastía.
El camarín gigante rezuma de exasperación. Trajes de baño diminutos, plumíferas madres impúdicas exponiendo bodoques de rubor y sombra alergénica. Labios de chocolate y frutas encendidas. Todas intentan la orden protésica de la sonrisa educada a discreción. Olive se peina frente al espejo que le devuelve una realidad sencilla, diminuta, sin acerbo de pasarela, con aire provinciano antimoda.
La pasarela respira desde el nervio. Un anfitrión desagradable de cabaret infantil presenta su artificio, desde una voz insoportable y complaciente. Las doce hermosas concursantes son invitadas a recorrer la galería del modelaje. En fila, como en la escuela, se detienen ante los conos de luz multicolor y el aplauso de los congraciados familiares. Madres ensoñadas obligadoras a conseguir un ideal propio en cuerpo ajeno. En tanto, los Hoover disimulan el agravio que sus mentes aunadas dictaminan en esta calumnia de la belleza infantil.
Comienza el desfile. Cada participante expone sus propiedades y atribuciones. El canto, el baile, y la siempre erguida sonrisa madurada a golpes efectistas. Aunque en sus ojos se evidencia que no están contentas como su boca, del conjunto resulta una mueca de muñeco maldito y terrorífico. Cuando sale Olive, provista de una indumentaria deportiva y austera, en sus ojos puede advertirse la alegría de haber escalado hasta ese instante. Y da comienzo al baile acompañada por la pista doce de su cd.
El jurado no asiente ni relaja. Sino que frunce el ceño ante lo siniestro de la antibelleza no compartida. La singular performance de Olive atenta contra el espíritu de la corporación fabricante de bellezas y tapas de revistas. El anfitrión salta al escenario para ocultar al demonio. Es entonces cuando los allegados a Olive, parientes de pura cepa, que hasta ahora sintonizaban en los momentos cumbres de su identificación, irrumpen hasta la indiscreción en la pasarela.
Los antes espectadores, ahora mirados por todos, se suman en el mecanismo danzante de Olive, generando una coreografía improvisada. Protesta o apoyo. Denuncia o ayuda. El espectáculo se centra en el escenario familiar. Todos coherentes en la incoherencia del momento. La configuración se compagina desde los pies hasta la mente. El exorcismo tribal de una danza feroz que no habla desde la oralidad cultural sino desde la catártica empresa sintónica.
Perdedores o ganadores, el estigma designado parece no tener concepto cuando se trata de un discurso único, singular y fraseado en la transmisión generacional. La genuina mostración en un lugar inapropiado. La exposición bizantina en un centro de belleza.
Frank baila por su fracaso amoroso, Richard baila por su frustrada publicación del libro empresarial, Dwayne baila por la vuelta de su voz pese a no poder cumplir el sueño de piloto, Sheryl baila por la unión de la familia, Olive baila para su abuelo y para sí misma. A pesar de todo, continúan unidos bajo el sol de Redondo Beach.
Emilio Malagrino
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