domingo, 31 de julio de 2011

Código 46


Aldea global

En un futuro no lejano, donde puede vislumbrarse la condensación del fenómeno en variadas ocasiones enunciado como “la ruptura de las fronteras como límite político”, la globalización, parece más el resultado de una ecuación globalifóbica y colonialista, que un mérito intercomunicativo y técnológico. La sociedad se encuentra en las paradojas de un revoltijo social, donde conviven los mercaderes callejeros y los viajantes, el turismo y los tecnócratas.

El lenguaje de estos tiempos, entre el mestizaje y el caldo polifónico, suele recordar al esperanto, un andamiaje extravagante que colisiona el español, francés, italiano e inglés. La hegemonía discursiva supera las barreras lingüísticas y territoriales, tal es así que Dubai, Shangai y Seattle serán habitáculos coetáneos sin una dimensión kilométrica que los aísle.

El único sesgo ordenador, enunciado que coordina espacios más primitivos que burocratizados, es la diferencia “adentro-afuera”, juego binario que establece la discrepancia de acuerdo a los mecanismos de producción, donde el de adentro pertenece, y el de afuera, que tal vez en otro momento se incluía, fue expulsado, exiliado; una vuelta al introito psíquico infantil que asegura la creación de la subjetividad, a modo de resguardo del aparato psíquico con el que se cumplimentan los principios del equilibrio pulsional.

El fraude del pase

María González se desempeña en la Compañía de Seguros Sphinx, que elabora certificados, pases, permisos, visas, tarjetas que dan consentimiento a una actividad que cualquier ciudadano, por una suma módica, la puede obtener. El control de las acciones recuerda a las tarjetas crediticias, aunque más bien sostiene un mecanismo de vigilancia, que intercepta desde el mercado a los capaces de realizar una acción e invalida a los ineptos.

El actor social filosófico de estos tiempos sería el homo includis, personaje similar a nuestros contemporáneos que breva por el hedonismo, con la nueva modalidad de acceder con obligatoriedad a un petitorio ante cada paso seleccionado desde su coleto aspirante. Y donde justamente es el deseo, logos central de la decisión singular, el elemento cuestionado como inadecuado para la convivencia urbana. Aquí, el malestar cultural planta su sombra más ahogadora sobre el pulido disciplinario de los cuerpos.

El pase no funciona sin una venia oficial que lo certifique, sin embargo las variantes de la ley ocultan un trecho ilegítimo, un circuito abierto de falsificaciones elaboradas desde el sistema mismo. Tanto el nepotismo como la obtención de dinero por los pases falsos superan a la búsqueda de equidad social para albergar a los no pudientes hasta el centro de los entretenimientos y los viajes de placer.

Las libertades restringidas son operativizadas por un ente invisible, omnipresente y sancionador: “La Esfinge que todo lo sabe” como así se la denomina en el discurso corriente. Resulta llamativa la identidad de este organismo, dado que no es presentada por su nombre mismo sino mediante una frase que concierne al ámbito de las tragedias y la religión, sujeto y predicado que vislumbra sus atributos, así como sus miedos. Esta autoridad impersonal y corporativa es capaz de suprimir sectores de la memoria individual hasta decidir las preferencias sexuales de sus observados en pos del bien público.

El control del fraude

William Geld es un detective de la agencia Pinkerton, que está investigando la producción fraudulenta de pases, papeles y seguros en el seno de la compañía Sphinx. William está aquejado por un virus que le provee facultades intuitivas, como una “Pequeña Esfinge que sabe Algo”, siendo estos atributos tan particulares que los utiliza en las investigaciones.

La intromisión de un detective genera incertidumbres en el jefe departemental Backland, quien convida a William con todos los beneplácitos en su bienvenida. Una serie de entrevistas con los empleados, intuición mediante, pondrá en jaque a Maria, quien entrará en una extraña confianza con el investigador.

El misterio de lo intuitivo –punto de enfermedad en William- , el enigma a develar por un oráculo, la Esfinge Tebana, compone el punto de cifrado exótico sobre la sexualidad y la muerte. La verdad subjetiva, índice de la implicación con los fantasmas del inconsciente, es en William un sin velo como designio de una aberración. Un fenómeno distinguido que es utilizado por las fuerzas de poder, donde secreta el control desde ropajes humanos. El semblante del detective, que algo sabe más allá del instrumento técnico, aunque no desvaría en la consumación de sus pulsiones, destina un cruce particular con Maria, quien encierra su propio misterio.

A Maria, una vez al año, más bien cuando llega su onomástico, ciclo que engalana su neurosis de destino, le aqueja un mismo sueño. En la escenografía onírica, ella viaja en un subterráneo esperando encontrar a alguien en la terminal. Cada año avanza una estación siendo esta fecha, la llegada al final del camino. Antes de entrevistarse con William, tuvo un cruce ocasional con él en la estación, un choque de cuerpos imbuidos de rutina y anonimato. De ahí, la frase “me resultas conocido” se deforma en su psiquis, mediante la condensación y el desplazamiento, ¿será el recuerdo icónico del cruce? ¿será quien le espera en la terminal? La duda se sintomatiza en los posteriores encuentros.

El descontrol

“¿Puedes extrañar a alguien que no recuerdas?”

William y María acuerdan en cenar. La excepción de la reglamentación, del impedimento natural del opuesto investigador-investigado, hace sucumbir la línea que los actores laborales encarnaban. El regimiento de las pulsiones inaugura un secreto entre-dos. El amor incorrecto, advenedizo, foráneo, bulle bajo las paredes logísticas de un departamento. Aquí, el “me resultas conocido”, parecería adquirir el lenguaje del engarzamiento romántico, donde los fantasmas se hacen coincidir desde tiempos inmemoriales.

Escenas de cama, con las sábanas revueltas, idas y venidas en el devaneo del descubrimiento del otro.

William desaparece por un tiempo para reencontrarse con su familia. A la vuelta se entera que María fue internada. William se entrevista con un médico que la intervino, y le comunica que violó en Código 46. La operación consistió en el borrado de un fragmento de su memoria, el que corresponde a la escena sexual y al hombre con quien estuvo, imagen que precedió a un inesperado embarazo ya interrumpido. No hay borrado sin marca sintomática, por eso, se decidió ubicar en su lugar aberrado una imagen recuerdo –pensamiento placebo- del injerto de un dedo de la mano, que María guarda desde su infancia. Dedo castrado-implantado, pequeño falo hijo, que cuida y rememora con celo.

El código

“Cualquier ser humano que comparta el mismo grupo genético nuclear con otro ser humano es considerado como genéticamente idéntico De acuerdo a IVF, la división de

embriones y las técnicas de clonación son necesarias para prevenir cualquier relación genéticamente incestuosa”.

Como su nombre lo indica, el Código 46 se encarga de controlar los 23 pares de cromosomas que interjuegan en la procreación de un nuevo ser vivo. La serie de artículos que concierne al código de fecundación es letra viva en las instituciones familiares de estos tiempos. ¿Qué instancias particulares de la instauración de la novela familiar decaen a través de la transmisión, para llegar al imposible de tipificar una ley escrita sobre la prohibición del incesto, cuando esa ley siempre permaneció en el inconsciente cultural? ¿Qué efectos tiene la inserción de la tecnología médica en el deseo de concebir, cuando el individuo ignora sus variancias e identidades genéticas en relación a las de su ser amado?

No es posible prever, en un mundo recaído en la inmediatez de la posmodernidad biológica, los pasos históricos que allanaron el paradigma de la medicina por sobre el deseo. Sin embargo, se puede ostentar un hipotético planteo en el decurso de los sistemas de control sanitarios y la impronta de la ciencia hacia el recorte total de los cuerpos, con el advenedizo objeto de homogeneizar los sustratos sociales, y en suma, evitar intervenciones futuras a posibles enfermedades “propias de la endogamia”, para solventar los enclaves aparatosos de la industria médica en los flamantes sin uso.

A partir del borrado de la memoria de María, represión instaurada por la violación del Código 46, y como toda represión, fallida, ella cree haber perdido algo, su cosa. William restablece su vínculo con una María, mientras la joven vuelve a descubrir a ese hombre desconocido que intuye sobre su vida.

Con el tiempo y las investigaciones que ya trasvasan el objetivo primero de su viaje, William realiza un estudio genético de un cabello de María, con un resultado pasmoso, esa joven con quien pudo tener un hijo, tiene una dotación genética de un 100% idéntica a la de su madre.

Fuera de…

“Quizás hay una razón por la que no puedas ir a casa”

En una serie de intentos vanos, William no puede regresar a su Seattle familiar. El pase expendido está caduco. La estadía circular lo sitúa en un espacio de ilegalidad, donde tendrá que andar por fuera para no ser localizado. Es así que María se propone como guía de su amado en el mundo de los excluidos, donde el intercambio de billetes continúa desarrollándose como antaño, el trueque cara a cara, las compras en tiendas ambulantes, los hoteles que albergan exiliados más que placeres instantáneos. Las periferias del aparato productivo, la multilengua, los empujones y la arena del suelo, traen la memoria de un mosto del deshecho, del abandono.

Y es allí, en el habitáculo hediondo de un motel, donde el empuje pulsional mantiene una línea idéntica, sin contradicciones, sobre el amor pasional que de ellos brota. El duplicado de una escena primaria, en una escenografía menos tersa, pero espejada en los movimientos corpóreos de la sabiduría epidérmica.

En un instante de siesta, María se levanta y con movimientos autómatas se dirige hacia la recepción para hacer una llamada. “Quiero reportar una violación del Código 46”.

En un acto no racional, William choca el auto alquilado en el que viajaba con Maria. Finalmente, el Tribunal que atendía su caso, decidió borrar de su memoria a María, porque el vínculo generado entre ellos fue el germen de un caso mal investigado de fraude, un virus de empatía, de amor, locura mutua y la violación de un secreto para él ya olvidado, sepultado.

En tanto a María, se decidió su exilio por intentar engañar la sabiduría y el control permanente de la Esfinge que todo lo sabe, a costa de devolverle las memorias previamente sustraídas, de sus pecados y desventuras familiares, dado que el que permanece excluido –la carga de estar internada en el inferno salvaje-, no genera peligro ni interés, a la maquinaria productiva y a la cultura de la exogamia.

Emilio Malagrino

Borat: el aprendizaje extravagante de una cultura



Las raíces: Kazakhstan


Un hombre delgado, alto, de movimientos graciosos y gacelados, se presenta como Borat, el segundo mejor periodista de su país: Kazakhstan. Con orgullo comienza a distinguir la nueva geografía nacional, un país insipiente que necesita imponer su localidad luego de la caída de la Unión Soviética. Es así que describe la ubicación de su nación mediante la descripción un tanto denigrante del escenario que lo rodea: “Kazakhstan está entre Tajikistan y Kirghistan, y los idiotas de, Uzbekistan.”

Luego, acompañado por una procesión de lugareños, se introduce en la cultura popular de su región, exhibibiendo la galería de personajes patéticos que conviven en su pueblo, Kusek: están el violador del pueblo, cerca de un jardín de infantes, el parasitario vecino, los denigrados gitanos, la propia hermana de Borat, prostituta por cierto, su madre avejentada; y su mujer, una obesa señora que no para de insultarlo.

Las costumbres de Kusek se circunscriben en la intolerancia, tal es así que hay un evento similar a la corrida de toros española pero que se denomina “la corrida del judío”. La exaltación del sectarismo e intransigencias raciales que alardea la sociedad de Kazakhstan, bajo la palabra representativa de Borat -que de hecho serían juzgadas por cualquier ciudadano medio de la aldea global- se tornan inmunes bajo la égida de la inocencia de un país en aras de emerger de las ruinas soviets.

Por eso, Borat agregará con solemnidad que en Kazakhstan no todo es diversión, sino que germinan los problemas que subyugan a toda su sociedad: “lo económico, lo social y los judíos”. Por ese motivo el Ministro de Información enviará a Borat a Estados Unidos, el mejor país del mundo, para incorporar su cultura a fin de rescatar a Kazakhstan de su derrumbe.

La tierra prometida

Borat aterriza en el país de las oportunidades. Se exalta ante una sociedad super- organizada, con edificios de concreto que ocultan la luz del sol, con una marea de gente abigarrada en las calles, y una peregrinación de autos por doquier. El asombro y extravío de un extranjero que deambula sin brújula lo inserta en un tópico de desquicio.

Pronto expondrá sus costumbres como un buen método de presentación. Intentará saludar con un beso a todo desconocido que se le cruce en su camino, cruzará las calles sin atender las señales de los semáforos, se tocará frente a una vidriera plagada de maniquíes con lencería erótica, ingresará a un Hotel Premium con el artilugio de regatear por una habitación y creerá que el ascensor del hotel es su cuarto. Su propia sorpresa se enfrentará a los sorprendidos ciudadanos extrañados por el accionar del desequilibrado viajero.

Quien entra en contacto con Borat le demuestra sus ilógicos signos de negociación. Pero él no se inmuta ante semejante confrontación de culturas, sino que se excede a cada tramo de su estadía pretendiendo que de las diferencias sociales le sirven a su aprendizaje.

En la habitación del hotel descubrirá el sentido oculto de su viaje. En la televisión aparecerá una mujer tan distinta a las que frecuenta cotidianamente, que se obnubilará hasta modificar el rumbo de su estadía: Pamela Anderson. “Ella tiene los cabellos de oro, dientes blancos como perlas y el culo como el de una niña de siete años”.

El transcurso de la bitácora de viaje, marcada por una línea roja atravesando la ruta de un mapa, tiene un destino fijo: California, donde aguarda su pasión. En medio del éxodo, Borat se topa con la cultura americana más denigrante, acérrima y partidaria. De allí extraerá el yugo de la sabiduría social, la pulpa que nutrirá sus entrevistas.

Las entrevistas intentarán extraer el secreto del país más exitoso del mundo. Sus anotaciones incluirán los accidentados encuentros con un humorista, un grupo de feministas, un concejal, unos raperos, un cowboy, una iglesia bautista, un canal de televisión, una tienda de baratas, una familia judía.

Lo que tendría que ser una entrevista formal, pronto se tornará en un punto de incomodidad para el interlocutor. En cada tramo de la conversación, Borat sostendrá sus prejuicios segregacionistas con el candor de un púber inocente.

El fin de su itinerario lo enfrentará a Pamela Anderson. Borat va a escudriñarse en una cola para la firma de autógrafos. Y cuando le toque su turno, le pedirá que se case con él; no con el sentimentalismo de un enamorado, no sin provocar el miedo a un secuestro.

El retorno del capital

Borat regresa a su tierra natal con un souvenir patchwork en sus brazos. El pueblo lo recibe con la gratitud de quien aterriza desde un más allá, portando el oráculo de una esfinge aplomada, con los vaticinios de un devenir casi cósmico. Las dádivas que otorga a sus conciudadanos son extrañas pero confortables; artefactos tecnológicos extravagantes, un ipod, un brazo ortopédico para un vecino manco, la compañía de una prostituta americana bastante desgraciada, y la palabra misionera de un Borat desenvuelto y convertido al cristianismo.

La impronta de una autoconquista discurre en el entorno.

La inocencia perdida

¿Quién es Borat? ¿Qué representa? Desde su arribo a USA, este segundo mejor periodista de un país emergente como Kazakhstan, es observado con incoherencia, desde el temor hasta la ternura. Sus facciones arábigas lo perfilan como potencial terrorista, lo cual conforma una contradicción permanente teniendo en cuenta que su objetivo único es calcar la idiosincrasia americana al dedillo.

La apariencia física recuerda a un Groucho Marx activo, escurridizo, torpe y sarcástico, aunque la intolerancia y prejuicios emitidos desde su coleto lo confrontan al peor de los fantasmas americanos.

Borat encierra un verdadero enigma, el de un alumno indócil a la vera del conocimiento, el de portar una ignorancia docta que descompone las armas del partener.

Su labor de periodista contemporáneo, basado en la trasgresión para obtener una nota, se distribuye desde la invisibilidad, a partir de un ojo oculto que se presta de cámara sorpresa. El método más eficaz que logra un foráneo para insertarse en una cultura tan prominente y paranoica está plenamente basado en la inocencia. Esto genera confianza, cercanía, camaradería, hasta la confesión de los pecados más terribles de un ciudadano medio.

El objetivo se desdobla en un metalenguaje. Ya que Borat se manifiesta como un idólatra obsecuente, entusiasmado por sonsacar las raíces que conforman a un verdadero-país-super-potencia. Sin embargo, el discurso latente extraído de sus entrevistas, pone en evidencia las gargantas de la segregación, el sectarismo, el rechazo por las minorías, la homofobia, y las actitudes más denigrantes del espíritu del Tío Sam.


Emilio Malagrino

¿Quién devora las uvas?




Sobre la elección del título

El siguiente trabajo es el análisis de la película “ What´s eating Gilbert Grape? ”, traducida al castellano como “¿A quién ama Gilbert Grape?”. Se puede hacer una conversión del título original, dando como resultado “¿Qué le preocupa a Gilbert Grape?” o “¿Qué está carcomiendo a Gilbert Grape?”. En este juego se encuentra una divergencia, donde el comer reemplazaría al amar, modificación significativa pero que establece una conexión cualitativa entre las dos palabras. Se podría ir más lejos, si se toma en cuenta que el apellido Grape, en inglés corresponde a “uva”. Por último, si se abusara de la traducción más dislocada, mediante la literalidad de la frase palabra por palabra, su valioso efecto aportaría la consiguiente oración: “¿Qué está comiendo la uva de Gilbert?”.

El título “¿Quién devora las uvas?” es el resultado final de la búsqueda, que a través del análisis del film y su relación con las configuraciones vinculares de la familia Grape, dará luz al contenido del mismo.

Presentación de los personajes

Endora es un pueblo chico en las afueras de Iowa. Allí vive la peculiar familia Grape: una oronda madre con un sobrepeso importante, que le impide la movilidad. Amy, la hija mayor, quien se ocupa de los quehaceres hogareños. Le siguen Gilbert – que protagoniza el film- el único miembro de la familia que trabaja para la manutención familiar. Arnie, un adolescente con autismo al que los médicos dijeron que no viviría hasta los diez años, sin embargo, le harán una gran fiesta por sus inesperados dieciocho. Y Ellen, la hija menor, cuya mayor ilusión es poder broncearse al sol todo el día.

El personaje ausente es el padre, quien hace diecisiete años se quitó la vida colgándose con una soga en las vigas del sótano.

Pueblo dormido, familia muerta

Endora es como bailar sin música”

En el pueblo de Endora casi nunca ocurre nada. Una vez al año, el opaco transcurso de los días se ve alterado por el paso de una caravana de casas rodantes, siendo este un espectáculo particular para Arnie y Gilbert. La procesión nunca se detiene en este lugar sino que utiliza sus rutas como acceso a otras ciudades. Ese es tal vez el único motivo de asombro para los habitantes de Endora.

En el pueblo todos se conocen. Aunque es necesario reservar para la intimidad algunos secretos. Gilbert trabaja a destajo en el supermercado del pueblo, sumido en una rutina que no le deja espacio para contemplar su futuro, el tiempo está detenido en la manutención de su familia, y la decisión de contraer un vínculo con una mujer parece no alterarlo demasiado. Sin embargo, mantiene una relación informal con una clienta casada, quien piensa que se le ha ido la vida en un matrimonio infeliz. El esposo de dicha mujer se dedica a la venta de seguros. Gilbert se ve envuelto en una trama equívoca cuando este hombre lo persigue en forma constante, sin embargo desconoce que los motivos fundamentales de sus llamados corresponden a la esfera comercial, viendo a Gilbert como un potencial cliente de sus pólizas.

La familia Grape también guarda sus secretos.

La madre, quien no ha salido de casa después de la muerte de su marido, ocupó el tiempo en alimentar su abulia, engrosando su bella figura hasta no poder movilizarse por cuenta propia, teniendo que dormir sentada en un sillón. Y congela la memoria de muerte abrazando a su hijo Arnie para evitar perderlo. Los niños del pueblo, quienes no la han visto jamás, la consideran una monstruosidad y un mito digno de ser observado a través de la ventana. El miedo y la curiosidad envuelven a esa madre secreta, a quien Gilbert defiende de las miradas acusatorias.

Amy es la hija mayor, quien se desempeña en las actividades que la madre obligadamente dejó atrás, ocupando sus horas en la limpieza y la cocina.

Ellen es la hija menor, la que en apariencia sortea las angustias familiares admirando su paulatino crecimiento, ubicando su propio cuerpo en las antípodas del deterioro, es así que sueña con la belleza física y una futura vida muy por fuera de los Grape.

Arnie es el hijo mimado, un impensable en la ciencia médica, que pudo sobrevivir a pesar de los pronósticos. También es un peso que detiene el desarrollo de los miembros de la familia, un eslabón que se ata a otra posible muerte. Gilbert dice respecto de su hermano:

“algunos días quieres que viva, otros no”.

Sin embargo el tiempo no detiene su transcurso, y Arnie está creciendo. Gilbert, quien lo cargaba sobre sus espaldas le comenta al mismo Arnie:

“Arnie, estás creciendo tanto, que ya no podré cargarte más” A lo que Arnie responde:

“Estás haciéndote más pequeño Gilbert, te estás encogiendo”.

Todo en la familia Grape parece estar sumido en una distorsión temporal. Los fantasmas del pasado conviven en sincronía por el estancamiento de los duelos. Sin embargo, la densidad que recorre el hogar es catalizada por el dinamismo de Gilbert quien se ocupa de no coagular las angustias que envuelven a los Grape. El peso que Gilbert carga de su obesa madre que se entristece cuando Arnie se esconde en la copa de un árbol del jardín. El peso de un trabajo de empleado que sirva para la manutención familiar. El peso de ser el mayor, la deuda obligada de encajar en un rol de responsabilidad que nunca pudo cuestionar. El peso de vincularse con una mujer casada, como expresión mínima de vida sexual. La anestesia de Gilbert se plasma en todas las actividades que desarrolla. El único indicio que denuncia el paso de los días es el peso de Arnie sobre sus espaldas. Y una llegada particular.

Una extraña en la familia

“¿Qué quieres hacer?”

Mientras Gilbert y Arnie ven el paso de la caravana de casas rodantes, perciben que uno de los vehículos de detiene. Una muchacha desciende junto a su abuela para revisar el motor. Su nombre es Becky. De ahora en más, esta visita inesperada será para Gilbert uno de los motivos que hará distinción en la monotonía del pueblo, unos de los momentos para descubrir que una mujer puede despertar inquietudes nunca antes sentidas.

Becky pasa las tardes con Gilbert. El tiempo parece adquirir un significado diverso, las tardes pueden ser ahora un lapso de descanso, una pausa a la vera de un arroyo, el transcurso de un pensamiento.

El diálogo que surge entre ellos es singular, ya que Becky es una muchacha sencilla, práctica. Y esto es lo novedoso, la injerencia de un elemento propiciado por el azar que adviene como factor de salida a esa estructura tallada por el hermetismo, el conocimiento de una realidad ajena al entramado familiar suspendido en un tiempo circular, el punto de unión con otro que porta significaciones de su propia historia transgeneracional. Estos puntos de diferencia podrían posibilitar una ampliación de los recursos simbólicos varados en la disfunción del tejido de los Grape, aunque acarrean un peligro latente, el abandono de una familia que requiere toda la atención de un Gilbert trabajador, la desaparición del único miembro heredero de la eficacia de un padre. Muchas son las veces en las que Gilbert huye de un atardecer con Becky, para cuidar de los suyos. Ella parece entenderlo.

En una oportunidad Becky le pregunta a Gilbert:

“¿Qué quieres hacer?”. A lo que Gilbert responde:

“Realmente no hay mucho para hacer aquí”.

En otra de las charlas que mantienen, Becky le muestra una mantis religiosa que está suspendida en la rama de una planta. Gilbert se sorprende por la extrañeza del insecto. Ella le comenta:

“¿Sabes como se aparean? El macho se acerca a la hembra y ella le arranca la cabeza con los dientes y el resto del cuerpo continúa copulando. Y cuando terminan, ella se lo come. Se come lo que queda de él”.

Sin buscarlo, Gilbert se irá enamorando de Becky, sin nunca descuidar sus actividades. También encontrará en esta compañía, el punto de fuga a una realidad aplastante, que se plasma en los azarosos comentarios de la muchacha.

En Gilbert parecen convivir dos mociones contrapuestas. Por un lado, el rol de semblante paterno que ha adquirido en la desdicha. Por el otro, la insipiente sensación de ser un joven enamorado. Pronto tomará una decisión extraña, para la costumbre de los Grape.

El tiempo de Arnie

“Puedo irme en cualquier momento

Una de las particularidades del autismo de Arnie es la reiteración de frases que oye de su entorno. Frases cuyas palabras contienen un peso singular, que denuncian el estado del deterioro familiar y las pobres esperanzas de un futuro menos tedioso. Muchas son las veces que lo callan, porque en sus dichos monocordes e iterativos desnuda la angustia de muerte que los demás miembros de la familia velan:

“Mamá quiere que cumpla dieciocho”.

“Puedo irme en cualquier momento”.

“¡Papá está muerto, papá está muerto!”.

“¡No quiero ir ahí abajo, papá está ahí!”.

“No vamos a ningún lado Gilbert”

También convive con él una explosión física cuando suelta su cuerpo a la carrera para treparse al árbol del jardín, con la vaga idea de desaparecer un poco. Y cuando van al centro del pueblo por provisiones, cuando Arnie suele huir de Gilbert para escalar por una torre de gas hasta llegar a su cumbre.

Este año es especial porque Arnie cumplirá dieciocho, edad nunca esperada por su familia, ni por los médicos que agoraban un pronóstico nefasto, indicando que viviría hasta los diez años. Sin embargo, Arnie no para de gritar que el sábado tendrá dieciocho.

Gilbert reservó una parte de su salario para la realización de la fiesta de Arnie. Hay expectativas con la llegada de este acontecimiento inesperado, tanta como la contradicción de no esperar demasiado, por el hecho de no imaginar a Arnie creciendo, y hasta vivir su compañía como una carga.

En casa trabajan con los preparativos de la fiesta. Amy dedicó sus horas en la confección de una torta, Ellen ayuda en lo que puede, y la madre no deja de preguntar donde está Arnie.

Un día antes de la fiesta, Gilbert encuentra a Arnie con la boca manchada de crema, y pocos restos de torta sobre la bandeja. Esto provocará la ira de Gilbert y la consecuente golpiza que propinará a su hermano menor.

Arnie devora la posibilidad del crecimiento, hecho que se plasma en el conjunto de la familia, quien se verá envuelta una vez más en un escándalo que los aúna en la indiscriminación temporal, en el esfuerzo vano por propiciar una mínima construcción que es engullida por un pasado suspendido en un punto de mortandad, en la cancelación de un transcurrir de los días.

La solución es requerida por Gilbert, quien recurre al mundo exterior para reparar el constante arbitrio del hundimiento familiar. El salvataje siempre presente de un héroe que repara las hendiduras locas talladas por el automatismo constante de la muerte.

El peso de una mujer

“quiero que conozcas a alguien”

No es usual que la familia reciba visitas. Sin embargo en el día de cumpleaños de Arnie pudieron realizar una fiesta, aunque no sin tomar recaudos, ya que los invitados fueron ubicados en el jardín, mientras que la madre espiaba por la ventana a través del velo de la cortina.

Mientras los niños se divertían en la fiesta, Gilbert tomó una decisión inusual. Franquear la puerta hacia la intimidad familiar no fue sencillo, porque conllevaba una entrada distinta, esta vez la compañía de alguien importante aunque desconocido tomó un tiempo de incertidumbres y preámbulos. Gilbert le dice a su madre:

“Quiero que conozcas a alguien. Esto es diferente, nadie va a reírse. No volveré a lastimarte mamá. Lo prometo, por favor”.

El encuentro entre las dos mujeres es asimétrico. Por un lado está Becky, con su autonomía práctica, con su locuacidad sencilla. Y por el otro, la madre, portando una timidez envolvente, a la espera de generar la risa de una desconocida. Sin embargo, el diálogo que se establece, la cautela que pesa -Gilbert mediante- va transitando un terreno de respeto y armonía. Finalmente la madre, con una expresión sonriente aunque silenciosa, estrecha la mano de Becky.

Después de este crucial momento, la madre decide levantarse por su propia cuenta. Se dirige lentamente hacia las escaleras, y sube despacio, como puede, a lo que fue en otra época su habitación matrimonial. Una vez en ella observa la cama, y se recuesta. Gilbert la mira con interrogación. Ella le dice:

“Eres mi caballero de la armadura reluciente”.

A lo que Gilbert responde:

“Creo que quieres decir brillante”

La madre lo corrige:

“No. Reluciente. Tú reluces y resplandeces”.

Gilbert interviene:

“Descansa, ¿ok? Duerme un poco”.

Nadie previó que este era un momento decisivo. Instante en el que la madre se deja caer al lecho, para poder reunirse con su esposo. El cierre del sufrimiento que aliviana la sobrecarga de la historia. El peso que se escabulle entre las sábanas.

El tratamiento del fuego

Podemos ir a cualquier lado, si queremos

I

Los hijos observan el cuerpo laxo de su madre; no hay palabras. Sólo la acompañan en su partida. Sólo los embarga un instante de preocupación. ¿Cómo sacarán a la madre de allí? Comienzan a tejer conjeturas, todas enmarcadas en una sepultura digna, y en evitar las bromas de sus vecinos a la hora de bajar el pesado cuerpo. Va a haber una multitud, aquellos que se reían del monstruo gigante en vida, seguramente presenciarán con más jocosidad la vergüenza de los Grape por la posibilidad de contratar una grúa. Gilbert se antepone a los futuros sucesos y dice:

“No voy a dejar que sea una broma”.

Los hermanos están en el jardín delantero de la casa, algunos muebles los acompañan. En sus ojos se refleja un calor amarillo, un aire de purificación. La casa se eleva en llamaradas acogedoras, se consume la tragedia del derrumbe y la burla. La desaparición de un hogar infectado por la muerte, por los duelos sin elaboración psíquica; la danza circular gravitando hacia el sótano; el ahogo de una contención brusca, de sostén inestable; es el todo indiscriminado que se evapora en una humareda oscura, purgadora.

II

En este caso familiar, vale definir al tratamiento como la acción de tratar, intentar, ejercer un camino probable hacia la reconstrucción de los lazos que mantienen unidos-apretados a los miembros de este clan.

Tratar de despejar una hipótesis, intentar redefinir las funciones simbólicas que en la familia Grape se dislocaron a partir del suicidio del padre. Ese padre que desciende a la oscuridad del sótano para colgarse en las vigas de madera. Momento nodal que denuncia la posibilidad de un derrumbe, donde el piso inestable se hunde en los pasos pesados de una madre que devoró la ausencia paterna.

El intento espontáneo de los amigos de Gilbert que lo ayudan a prorrogar el desastre, mediante el emparche de vigas suplentes, inconsistentes, ectópicas.

Echar un viso de claridad sobre el peso que Gilbert soporta en sus hombros cuando levanta a Arnie, cuando coloca las vigas, cuando su trabajo se torna más necesario que suficiente, cuando recibe la herencia de la manutención de todos los miembros de la familia, cuando sepulta sus vínculos con las mujeres.

Despejar el episodio confuso de la muerte materna, polarizarlo con la nefasta decisión del padre. Una madre inmóvil que decide volcar su peso en un emprendimiento inesperado, subir las escaleras, ascender, paso a paso, como un intento inconsciente de reparación por el descenso del padre. Subir para no hundirse, alivianar el kilaje que aplasta a los hijos desde el subsuelo, desde el agujero en la estructura familiar inconsciente, que se intentó llenar con la creciente obesidad materna, con la adhesión permanente a sus hijos.

Y la ecuación se cierra sobre sí misma, el ascenso de la madre hacia lo más alto -como el ejercicio que Arnie ejecuta cuando sube al árbol y a la torre de gas-, el acto imaginario de crecer escalando hacia lo que fuera en otra época el dormitorio, la cama donde ella había descansado con su esposo, ahora vuelve a ser cubierta por la totalidad de dos cuerpos en uno.

También el acto es precedido por la anunciación de un prominente noviazgo, y lleva en sí mismo un reordenamiento, un dejarse morir para que otra mujer ingrese. Dar un paso al costado, como miembro de un clan que se somete a la ley del intercambio, aunque conlleve su muerte real. Quitar el peso de una historia congelada, “colgada” en los años donde la vida de una familia normal se desarrollaba.

Con este hecho, la madre cede el espacio para otra mujer y exorciza al padre del suicidio, que lo lleva con ella para darle un fin digno, una muerte en pareja. Suplantar la provocación por lo natural. Y se recuestan, y se duermen, y fallecen, otra vez.

Y el fuego final, apocalíptico, cierra el concierto del derrumbe, dejando un lazo fraterno más unido por el deseo y la libertad que por el miedo a la desaparición. Es así que Gilbert, un año después, cuando espera con Arnie la llegada de Becky, sostiene un propósito, un deseo propio. Al finalizar el film lo dice con estas palabras:

“Arnie preguntó si nosotros también iríamos, y le dije… bueno, podemos ir a cualquier lado, si queremos… podemos ir a cualquier lado”.

Emilio Malagrino





domingo, 8 de mayo de 2011

Civilización bárbara



Análisis del film "Les Invasions Barbares" (2003)



Civilización y barbarie

La etimología de la palabra Bárbaro procede del griego, siendo ésta una transcripción de la connotación en su origen con la que se la atribuye actualmente como sinónimo de salvaje, bruto o tosco, aunque su significado inicial era "extranjero", en el sentido de "los que balbucean" o de "los que no conocen el griego". La división identitaria se conformaba de esta manera: los helenos y todos los demás.

Posteriormente, los romanos difundieron el uso del término, dado que utilizaron esa palabra tanto para describir como para dar trato a los invasores del Imperio Romano. La visión clásica refiere el concepto a todos los extranjeros de las comarcas fronterizas al Imperio, entre los cuales se subrayan tres clases de pueblos invasores: los hunos, los eslavos y los germanos.

Mucho tiempo después, en la Pampa húmeda, un tal Domingo Faustino Sarmiento evocaba al espíritu del caudillo mal educado Facundo Quiroga: “Facundo no ha muerto; está vivo en las tradiciones populares, en la política y revoluciones argentinas; en Rosas, su heredero, su complemento: su alma ha pasado a este otro molde, más acabado, más perfecto; y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, naturaleza campestre, colonial y bárbara convirtióse en Rosas en sistema político, arte, efecto y fin.”

En 1946, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort idearon un movimiento marxista que pasaría a llamarse “Socialismo o Barbarie”. Combatían al stalinismo y al “estado obrero degenerado” desde el antidogmatismo. Consideraban la Unión Soviética como una mascarada del capitalismo de Estado. Paradójicamente, este movimiento se disolvió instantes previos al Mayo francés.

La condensación y el desplazamiento de las principales ideas partidarias del siglo XX, el impacto de las guerras mundiales, la argamasa de las estructuras piramidales de poder, así como la burocratización de movimientos en principio cristalinos, dieron el marco a la liquidez de los sistemas de pensamiento y acción. La posmodernidad asoma su nariz fragmentada, mediante la confluencia de la desintegración, la incoherencia, la globalidad, la comunicación, la multivocidad, el estallido cultural. En fin, se establece la imposibilidad de heredar un tradicionalismo, aunque en su seno conviven la integración de fuerzas sistemáticas de un pasado extenuado con la idiosincrasia de la democracia individual del todo vale.

El cáncer terrorista

Una lectura contemporánea, de cierto relativismo político, reubica la designación del antiguo bárbaro hacia una nueva extranjeridad transcultural, de insuficiente empatía tradicional e ideológica con el pensamiento global, que posibilita un escenario bipolar. La conformación del ser occidental se ve amenazada por la irrupción, otrora exótica y turística, del elemento fundamentalista de Oriente Medio. Un actor social ataviado con túnicas multimillonarias y cargadores de metralla, perseguidor de dogmas sacros incólumes, se presta al derrame del carcinoma que envenena las células económico-cristianas. Un nuevo enemigo no stalinista, breva por la imposición y/o defensa de un sustrato crudo de refinería mahometana. El tablero está planteado, dos ejes se ciernen por la conquista del motus vivire, operando sobre el antagonismo entre el terror y la valentía, suicida. El antes consabido simpático asiático y regateador posando ante un dromedario en la agenda de todo rejuntador de postales, ahora se filtra invisible con traje a medida, laptop y pendrive, conduciendo una Cherooke 4 x 4 en las avenidas ajetreadas de los brokers y señoras paquetas.

La santidad de una guerra paciente, ejecutada en los corazones monumentales de las cities, quebranta la legitimidad de la distinción fronteriza, como un caballo troyano emancipado de sus tierras nativas. La dificultad de marcar una distancia, la irrupción de lo sorpresivo, los soldados fuera del campo de batalla, encolumnados en el civilismo, inaugura otra estrategia, silente, sosegada, en la base del individuo y la familia. Sin embargo, el reconocimiento lombrosiano resucita airoso cuando una coloración de piel denuncia al peligro inminente.

Se ha descripto este fenómeno en términos biológicos, enfermedad, cáncer, células dormidas, por su parentalidad con el registro de la intrusión patógena en un cuerpo sano. Lo indomable que los nuevos virus pergeñan ante el avance de la carrera científica, una guerra natural que sistematiza los métodos tanto de tratamiento como de marketing publicitario.

Dentro de la comunidad político-bélica se atiende a la prevención de la salud mediante alertas coloridas para su cómoda identificación, alerta amarilla, naranja, roja, en la simulación de pastillas peligrosas más no sedativas. Y el control social se reactiva en los sumideros del terror, alterando la antigua premisa del Estado Protector por lo cual cada ciudadano es responsable y dueño de la proximidad-distancia ante un humanoide de rasgos no occidentales.

Social Capital… televisivo

Había una vez una revolución, en Francia, un proceso social y político que determinó la caída del sistema feudal erigiendo las ideas del período de la Ilustración tales como libertad, fraternidad e igualdad. Conjuntamente, los medios de producción se volcaron al capitalismo como fuente del aparato mercantil, operando en función del beneficio más las ganancias. Como respuesta a este movimiento que alberga los capitales en los nidos de la burguesía, surge La Conspiración de los Iguales, una corriente social que prometía dar solución ante las cuestiones de acumulación irreverente. Estas dos masas recalcitrantes en su polar accionar continúan hoy día con la pulseada, por un lado material, por el otro ideológica, siendo el capitalismo el consorte de la real instalación global.

En la era contemporánea se cree que “utopía, proletariado y revolución”, contrariamente a sus definiciones, parecen albergar en su seno un credo de anacronismo ante el avance de la tecnocracia y los mecanismos productivos. La tendencia de los Iguales parece revelarse ahora, no tanto en la desposesión sino en la composición social del homo indiviso, tecnologizado, comunicado, ahogado en la Web; instancias que identifican una corporación de similares. Todos somos bytes, datos.

La vieja contienda de ideas se retuerce. La inclusión en la mega-memoria, la mass media y su articulación con el Sinóptico donde todos miran (muy distinto al Panóptico) integran aunque desintegran la posibilidad del diálogo paritario, unificando las protestas en el estrato unívoco de la seducción imaginaria. La inmersión tecnológica y mediática apunta, global y colonialmente hablando, a la conquista de las necesidades primarias, sin bandera ni partidismos. Y la atracción se hace sentir tanto desde el control remoto hasta el control de los remotos excluidos mediante ensoñaciones de pertenencia. Todos pueden, la oferta se regala en combos, en lenguajes de meretrices que seducen hasta los témpanos más anárquicos.

Mientras el tan ponderado consenso sea operativo, inclusivo y acertado, no habrá un bendito ciudadano en desacuerdo, todos marcharán victoriosos en pos de las cajitas felices, viendo felices los bailes del caño, defendiendo el “andar de caño” si la inseguridad arrecia, y votando nombres seguros, si el apellido no se recuerda.




Unidos o atacados

Septiembre de 2001, los televisores de un Hospital canadiense no cesan de reiterar las imágenes de dos edificios en llamas; surge la teoría del atentado terrorista. En una de las camas, un cuerpo rezonga y se dispone hacia una recta final, debido a la extremísima unción de un designio susurrado por el cuerpo médico ante la invasión de un carcinoma letal. Este hombre es Remy, otrora profesor de universidad, enseñador coherente con sus ideas sociales, filósofo intelectual advenido en las tertulias amistosas, donde en cada cena de allegados se cocinaban las esferas política-social-económica de la historia universal. Aunque formaba una familia nuclear, sus idealismos policulturales también se reflejaban en el afán lujurioso por los cuerpos femeninos, siendo un corsario indomable de la sexualidad activa. Sebastien es uno de sus hijos, economista y bancario de renombre, puritano estructurado y de bajo perfil. Posicionado en un estrato social elevado, obsesivo de las cifras y la pulcritud.

Padre e hijo vuelven a cruzar sus disidencias eternas en el entorno aséptico del hospital. Remy lo resume así: “Mi hijo es capitalista, ambicioso y puritano. Yo siempre he sido socialista y voluptuoso.” Las rupturas ideológicas contienen un sustrato sanguíneo, de antigua competencia edípica, que se traduce y compensa con el pensamiento desigual. Pero ahora, el apronte de lo real, las células mortíferas que no pueden ser suplantadas por argucias intelectuales, deja una marca de lo que vendrá. La enemistad, precisa de dos contrincantes sanos, donde el campo del amor-odio se expresa. Pero lo siniestro, interno, degenerativo, allana la escena de la rivalidad. Lo innombrable, lo extranjero a la estructura discursiva, la certeza fatal de lo que hará falta en lo real, se impone mediante señales de ataque a la inmunidad celular de Remy.

Así como la invasión invisible del Medio Oriente apunta al corazón de la civilización, el cáncer terrorista que aplasta desde dentro como células dormidas; el cuerpo de Remy es embestido por una desregulación interna que germina desde la oscuridad. El equilibrio familiar es asaltado y debe prepararse ante el combate.

La dialéctica imaginaria del padre socialista y el hijo capitalista es abordada por la irrupción de un agujero que no cesa de no escribirse. La crónica de esta muerte anunciada deja un margen para que algo, más acá del epitafio, pueda ser escrito. La muerte en sí misma obliga, en tiempos de descuento, a una articulación con el registro simbólico. De a poco, Sebastien y Remy se reconocen anacrónicos en una batalla que supera sus disputas falocéntricas. Van anudando el lazo deseante antes corroído, frente al nuevo enemigo común. Amo y Esclavo lloran de antemano. Muerte, culpa y duelo permiten el arribo de la función paterna y filial.

La invasión bárbara que no se advierte, es un acto furibundo que derriba lo inteligible. Si se la enfrentara mediante guerras preventivas, la ficción imaginaria caería en sus propios velos. Ahora si la respuesta adviene del registro simbólico, la ética del inconsciente y la cultura podrán articular el respeto por las diferencias y la ajenidad del otro.



Emilio Malagrino